La crisis política española se desarrolla con lentitud, pero de manera inexorable. En los últimos cinco o seis meses hemos asistido a un conjunto de hechos que agudizan el proceso de descomposición: la convulsión en las elecciones europeas, el relevo en la monarquía, los escándalos de corrupción más graves de las últimas décadas y el conflicto entre el Estado y Cataluña. El gobierno derechista de Mariano Rajoy ha intentado encontrar alivio en los datos macroeconómicos, pero el optimismo es una impostura: no hay indicios de una recuperación sólida, más allá de los datos favorables del empleo, explicables por la actividad en el sector de servicios durante el verano. Los próximos meses serán muy duros para el gobierno y decisivos en los diferentes terrenos de conflicto.
En enero de 2013 el parlamento catalán aprobó una declaración de soberanía, que fue recurrida por el gobierno de Madrid y suspendida por el Tribunal Constitucional. En septiembre de este año el gobierno de Artur Mas aprobó la ley de consultas que debía ser el instrumento legal que permitiera la votación sobre la relación de Cataluña con el resto del Estado.
El mismo día en que firmó el decreto de convocatoria de la consulta, el presidente Artur Mas, afirmó en la televisión pública catalana que había que respetar la legalidad española y catalana, pero que daba por hecha la oposición del Estado; reclamó confianza porque, con astucia, el pueblo catalán podría votar. Unas horas después, en una reunión urgente, el Consejo de Ministros solicitaba la impugnación del decreto. El Tribunal Constitucional, máximo órgano jurídico, lo suspendía un día más tarde.
Artur Mas acabó cediendo y decidió acatar la decisión del Tribunal. El bloque soberanista de partidos políticos catalanes se deshizo por unos días. El desánimo se extendió entre los partidarios de la independencia, que confiaban en que la unidad de los partidos superaría la suspensión. ¿A tal grado de improvisación estaba expuesta la estrategia de los partidos nacionalistas? La izquierda independentista reclamó la desobediencia y la realización de la consulta tal como se había planteado. Su firmeza duró solo unos días.
El acuerdo llegó pocos días después. Mas anunció que se realizaría un “proceso de participación ciudadana”, con la misma pregunta de la consulta anterior. La “audacia” consistía ahora en rebajar el grado de implicación de las instituciones catalanas, la no participación de funcionarios sino de voluntarios, no firmar un decreto oficial y no utilizar el censo electoral; es decir, se trataba de intentar sortear una nueva suspensión legal. Mas afirmó que, aunque consideraba que había garantías democráticas suficientes, esta nueva acción solo podría ser plenamente desarrollada con unas elecciones posteriores, que, si se daban resultados favorables para los partidos independentistas, podrían considerarse plebiscitarias.
La insatisfacción fue grande en la mayoría del movimiento, pero acabó aceptando el planteamiento de Mas. El momento de la ruptura de la legalidad española se había aplazado: siendo imposible un auténtico referéndum de autodeterminación, cancelada también la consulta no vinculante, el 9 de noviembre se entendía como un paso previo en el camino de una declaración unilateral de independencia, proclamada por un futuro parlamento catalán con mayoría independentista.
A pesar de las precauciones de Mas, el gobierno de Rajoy ha solicitado nuevamente la suspensión. Todo parece indicar que el Tribunal Constitucional aceptará la tramitación y suspenderá cautelarmente la acción del día 9.
Sea cual sea la decisión del Tribunal, el domingo 9 de noviembre tiene que ser una jornada de movilización masiva. El pueblo catalán ha de expresar con claridad la defensa del derecho de autodeterminación. La izquierda independentista ha vinculado la independencia con el lema “para que todo cambie”. Si quiere ser coherente, tendrá que comenzar una campaña autónoma que movilice a los trabajadores y los jóvenes en torno a un programa anticapitalista.
CiU, el partido de Mas, ha aplicado las mismas medidas que el PP en Madrid o en cualquiera de las autonomías en que gobierna. Mas no solo ha hecho “recortes” (restricciones presupuestarias que afectan al gasto público en educación, sanidad y servicios sociales). Ha privatizado. Ha reprimido los movimientos de protesta. Ha callado sobre la corrupción en sus filas. La izquierda se verá desarmada si no acierta en la caracterización de la coyuntura y en la política necesaria. Los problemas no vienen porque “Espanya ens roba” (“España nos roba”), como se afirma desde un sector del nacionalismo.
Una política anticapitalista consecuente no puede limitarse a la vigilancia de los pasos de Mas. Debe plantear los dilemas del momento en términos clasistas, para no perder de vista el carácter de las fuerzas que dirigen el proceso en curso. Debería organizarse en los barrios obreros, entre la inmigración, entre la juventud combativa, entre los trabajadores no nacionalistas, expuestos a la influencia de los partidos reaccionarios contrarios a la autodeterminación. Debe proponer un proyecto propio de ruptura con el Estado monárquico y la Unión Europea, una salida anticapitalista a la crisis. Y unirse a los trabajadores de los demás pueblos del Estado, única posibilidad de triunfo.
En el resto del Estado domina en la izquierda una cierta incredulidad y la pasividad más vergonzosa. El hecho de que la derecha catalana esté al frente del proceso sirve como excusa para la inacción. No es suficiente con hacer declaraciones, dentro o fuera del parlamento, sobre el derecho de los catalanes a votar. Más preocupada por levantar candidaturas para las próximas elecciones locales y autonómicas, la izquierda no ha dado ni un paso para construir un movimiento que apoye sin condiciones la autodeterminación en Cataluña y que se pronuncie por la constitución de una República Catalana que decida libremente qué relación quiere mantener con el resto de pueblos del Estado, un movimiento que vincule la libertad nacional con la lucha contra la Monarquía, contra el pago de la deuda, con un programa que atienda las necesidades básicas de la clase trabajadora y los sectores populares golpeados por la crisis. La necesidad urgente es agrupar a los trabajadores en torno a ese programa.
La izquierda debe salir de la inactividad y crear un movimiento de lucha unitario con el mismo contenido. Un auténtico proceso de autodeterminación necesita que el movimiento obrero, la juventud y la izquierda española levanten la bandera de la independencia de clase y la unión libre de repúblicas.